Durante su visita a Colombia en 2017, tras un encuentro en Villavicencio (Meta) con las víctimas del conflicto armado, el pontífice elaboró una plegaria para recordar uno de los momentos más dolorosos de la historia nacional reciente.
El planeta entero se sacudió en la mañana del lunes 21 de abril con la triste noticia del fallecimiento del Papa Francisco, luego de una dura enfermedad pulmonar que lo estaba afectando desde febrero, y por supuesto en Colombia esta pérdida causa una gran aflicción por la cercanía que tuvo con el país, por el que siempre elevó plegarias para que alcanzara la paz.
Sobre ese deseo, el pontífice vivía recordando uno de los momentos más dolorosos en la historia nacional reciente: la masacre que se perpetró el jueves 2 de mayo de 2002 en el municipio de Bojayá, en el centro del departamento del Chocó, uno de los territorios más pobres y azotados por el conflicto armado.
En la madrugada de ese fatídico día, un centenar de sus habitantes se refugiaron en la iglesia de esa población que huían de un brutal enfrentamiento entre miembros de los extintos grupos armados organizados de las Farc y de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).
El Papa Francisco quedó profundamente impactado por ese suceso y cuando visitó a Colombia en septiembre de 2017 presidió un encuentro con las víctimas del conflicto armado en Villavicencio (Meta), donde estaba la icónica figura que se quedó sin extremidades.
“Nos reunimos a los pies del Crucificado de Bojayá, que el 2 de mayo de 2002 presenció y sufrió la masacre de decenas de personas refugiadas en su iglesia. Esta imagen tiene un fuerte valor simbólico y espiritual. Al mirarla contemplamos no sólo lo que ocurrió aquel día, sino también tanto dolor, tanta muerte, tantas vidas rotas, tanta sangre derramada en la Colombia de los últimos decenios”, afirmó Jorge Mario Bergoglio en ese conmovedor encuentro.
Insistió en que a pesar de ese cruento momento, la figura religiosa conservó su rostro que era un símbolo de cómo Dios aún así seguía acompañándolos, hasta en sus propio dolor y muerte.
“Ver a Cristo así, mutilado y herido, nos interpela. Ya no tiene brazos y su cuerpo ya no está, pero conserva su rostro y con él nos mira y nos ama. Cristo roto y amputado, para nosotros es más Cristo aún, porque nos muestra una vez más que Él vino para sufrir por su pueblo y con su pueblo; y para enseñarnos también que el odio no tiene la última palabra, que el amor es más fuerte que la muerte y la violencia”, expresó.
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