La Iglesia lleva ante la ONU la violencia en el Chocó

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Foto_: cortesía

La violencia actual en la región Pacífico de Colombia recuerda a la de los años 90 entre los paramilitares y las FARC. En Buenaventura han empezado a aparecer cadáveres desmembrados.

«Las cosas siguen malucas» en Buenaventura (Colombia). Por «malucas», Rubén Darío Jaramillo, su obispo, se refiere a que «en el basurero municipal se han empezado a encontrar cuerpos» desmembrados: un brazo con mano, un pie y un pedazo de tronco. Esta práctica se llama «picado» y había desaparecido hace años. Los grupos armados la usan con sus rivales «para crear pavor en la comunidad». Pero se sospecha que la última víctima era una joven enfermera. 

Hace un año, Jaramillo relataba en Alfa y Omega cómo dos escisiones de una banda local tenían atemorizada la ciudad en su lucha por el control del narcotráfico y las redes de extorsión. Ahora, unos y otros se han aliado con el Ejército de Liberación Nacional (ELN), disidentes de las FARC y los paramilitares de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC), el Clan del Golfo. «Gente experta en la guerra», que «recorre los barrios con fusiles largos». En enero hubo 27 homicidios y, en febrero, una cifra similar.

Un año después, el obispo sigue con escolta. Más de una vez ha tenido que suspender visitas a comunidades alejadas de la ciudad «porque me llamaban urgentemente para decirme que había hombres esperándome». A pesar de todo, el 24 de febrero no dudó en ponerse al frente de una Marcha por la Paz en la que participaron las autoridades, distintas iglesias y toda la comunidad. La gente superó el miedo para echarse a la calle, aunque al entrar en los barrios más peligrosos «muchos se volvían». 

Buenaventura está en el departamento del Valle del Cauca, pero la situación es similar en el Chocó y en el resto de la región del Pacífico, además de en el vecino Antioquia. La otra punta del país, Arauca, en la frontera con Venezuela, también está golpeada desde principios de año por la violencia. Este fin de semana el presidente de la Conferencia Episcopal de Colombia, Luis José Rueda Aparicio, y su secretario general, Luis Manuel Alí Herrera, viajaron a las diócesis de Quibdó e Istmina-Tadó para conocer de primera mano esta realidad. Allí insistieron en la petición de la Conferencia Episcopal Colombiana, en febrero, de «un alto el fuego, y que cesen los homicidios, la guerra, la violencia contra la población civil». En esa ocasión también subrayaron que «la devastadora acción del narcotráfico», la violencia y la corrupción son algunos de los desafíos a los que se enfrenta la nación de cara a las elecciones legislativas de este domingo.

Inacción tras los acuerdos

«Ha sido un respaldo muy grande», agradece Juan Carlos Barreto, obispo de Quibdó, la capital del Chocó. Y muy necesario ahora que, después de meses de intentos de abordar la cuestión con el Gobierno, la Iglesia y organizaciones locales han decidido poner en marcha una Mesa Humanitaria en el Chocó y en el resto de la región, y llevar el problema a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y al Consejo de Derechos Humanos de la ONU en Ginebra. 

El Gobierno, explica Barreto, siempre habla de «hechos aislados», aunque la violencia está presente «en casi todos los municipios». Según la propia Defensoría del Pueblo, el 72 % de la población está en riesgo. Hace un año la Iglesia del Chocó y Antioquia puso en marcha unas misiones humanitarias. En distintos momentos, entre febrero y noviembre, visitaron once municipios de la región con representantes de la ONU, la Defensoría del Pueblo y organizaciones locales para acompañar y escuchar a la gente. 

«El panorama es el mismo» que en los años 90, cuando las FARC y los paramilitares competían por el control del territorio y el cultivo de coca. La inacción de las instituciones públicas después de los Acuerdos de Paz ha permitido que solo cambien los protagonistas: ahora son el ELN y las AGC. No es que el Estado esté ausente. Hay 5.000 soldados y policías en la zona. Por eso la Iglesia se pregunta por qué «el paramilitarismo campa a sus anchas». La respuesta que escuchan de los vecinos de las comunidades es que hay «connivencia» entre ellos, bien porque se han unido para combatir al ELN, bien porque se deja que «los paramilitares sean como una avanzadilla» para la posterior llegada de empresas agroganaderas o mineras. 

Al presentar estas conclusiones, «la respuesta del Gobierno no fue sentarse con nosotros», sino desmentirlo todo. La de los militares, exigir que se retractaran. «Lo que más les preocupó fue que habláramos de la connivencia» con las bandas armadas. Nuevos intentos de hablar con el Gobierno fueron seguidos por nuevas acusaciones de mentir. Por eso Barreto considera que era necesario internacionalizar la cuestión, aun siendo consciente de que «estamos en riesgo» por lo que pueda hacerles «cualquiera de estos grupos».